En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre
no quiero acordarme, no hace mucho tiempo
que vivía un hidalgo de escudo antiguo,rocín
flaco y galgo corredor. Llevaba una vida acomodada,aunque sin grandes lujos,y en su casa nunca faltó comida,ni
ropa con la que vestirse en los días de fiesta.
Vivían con él un ama,que tenía más de cuarenta años,y una
sobrina, que no llegaba a los veinte. Había también un criado,
que lo mismo ensillaba el rocín que podaba las viñas.
Don Alonso Quijano,que así se llamaba el hidalgo,tenía casi
cincuenta años. Era fuerte pero flaco, de pocas carnes y cara delgada,
gran madrugador y amigo de la caza. Como vivía de rentas,
es decir, sin trabajar, tenía mucho tiempo libre, y lo empleaba
en leer libros de caballerías, con tanta afición que olvidó la
caza y hasta la administración de su casa,e incluso llegó a vender
muchas de sus tierras para comprar todos los libros que pudo.Su
obsesión llegó al punto de hacerle perder el juicio a don Alonso,
en su afán por comprender el sentido de semejantes lecturas,que
—por cierto— le gustaba compartir con el cura de su aldea, un
hombre culto con quien discutía sobre cuál había sido el mejor
caballero:Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula.
Es el comienzo más conocido de toda la literatura española, pero ¿lo has leído alguna vez en verso? ¡Vamos a compararlo! Pincha aquí.
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